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El sargento Benítez by Barbero Militar


Capítulo 8: El sargento Benítez (la década de los cuarenta)

Mi padre sacó a relucir anécdotas de su servicio militar; pretendía que yo me tranquilizara y no diera tanta importancia a un corte de pelo riguroso:

-A mí en la mili, nada más llegar, me raparon toda la cabeza con la maquinilla del doble cero. Sólo se notaba la sombra del pelo. Cuando te pasabas la mano parecía que acariciabas papel de lija; aquello pinchaba más que la barba. Algunos de mis compañeros se lamentaban por haber perdido el tupé y se mostraban compungidos y apenados. Los soldados veteranos se divertían a su costa. Cuanto más preocupado te veían, más se metían contigo. Yo, por el contrario, me miré al espejo y sonreí. Mi cabeza parecía una bombilla, brillaba como si fuera de marfil. Fingí indiferencia y despreocupación. Sabía que el pelo me acabaría creciendo, que me saldría más duro y vigoroso. Como dice el refrán "mal de muchos, consuelo de tontos”.

Mi padre había cogido carrerilla y no paraba de hablar sobre el tema:

-Durante la mili me lo volvieron a rapar, como castigo, al menos en cuatro ocasiones. El sargento Benítez estaba siempre acechando, como un perro de presa, a la espera de que cometieses alguna falta. Si llevabas un botón desabrochado o no te habías rasurado la cara correctamente, ya estabas sentenciado. Te mandaban a la barbería del cuartel y tenías que decirle al oficial de la peluquería que te metiera un pelado al doble cero. Luego te presentabas ante Benítez con la cabeza como un huevo. Si te habían esquilado recientemente y cometías una nueva falta, te aplicaba el castigo más duro que existía: un afeitado de cabeza con jabón y navaja. Exigía que te dejaran el cráneo "como el culo de un niño”.

Mi padre continuó despotricando contra aquel suboficial:

-Aquel sargentillo chusquero gastaba muy mala leche. Era tan perverso que tenía una botella de aceite de ricino guardada en su taquilla. Para que cundiera el ejemplo, delante del resto de la tropa, te ordenaba agachar la cabeza recién rasurada. Te la untaba con aquel mejunje hasta que te brillaba como un espejo. Para completar la faena te la lustraba con un paño. Aquel hombre era un sádico que disfrutaba humillando a sus subordinados.

Yo le pregunté si a él en alguna ocasión le llegaron a afeitar la cabeza:

-Hijo mío, tu padre no se libró de este castigo. La culpa la tuvo un puñetero plato metálico; se me cayó al suelo, mientras estábamos en formación para entrar al comedor. La semana anterior me habían rapado al dos ceros por llevar las botas sucias; además, el sábado y el domingo estuve arrestado, no pude salir de paseo. Benítez, al oír aquel estrépito, exigió que el culpable abandonase inmediatamente de la fila y se acercase a él. Me obligó a agachar la cabeza y mientras me la sobaba me dijo:

-Aquí, aunque te pasen la maquinilla del dos ceros no se va a notar, no hay pelo para rapar. Así que te vamos a dejar el cráneo como ese artista de cine llamado Yul Brynner. Dile al barbero que quiero verme la cara tan guapa que tengo reflejada en tu cabeza; ¡qué te la deje como un espejo!. Cuando parezcas una bola de billar te presentas ante mí para que te la lustre.

-Aquel día estaba de barbero un tal Junquera, un chaval de mi quinta. Cuando me vio entrar con el coco pelado se imaginó lo que sucedía. No utilizó ninguna maquinilla; directamente me enjabonó con la brocha, una y otra vez, para ablandarme el pelo. Me miré al espejo y parecía un merengue, con toda la cabeza blanca, cubierta por una espesa capa de jabón. Cuando empezó a deslizarme la navaja por el cuero cabelludo, sentí como me arrancaba de raíz el poco pelo que me quedaba. Los dos permanecíamos en silencio. Me estremecí al oír el sonido que producía la cuchilla al entrar en contacto con la piel: ras, ras, ras…

Seguí escuchando aquel relato tan truculento:

-Junquera me tocaba a cada paso la cabeza, para ver si quedaba algún residuo de cabello. Si Benítez encontraba un solo pelo, el próximo calvo podría ser él. Los barberos eran responsables de su trabajo; se les exigía meticulosidad y precisión. Más de uno acabó con la cabeza como una bombilla, por no seguir al pie de la letra las instrucciones de un superior. Aquel chico tuvo el detalle de afeitarme la cara, para evitar que me arrestaran por la barba.

-Mi padre, a pesar del tiempo transcurrido, recordaba cada detalle de lo sucedido:

-Delante de los otros soldados, el sargento me obligó a ponerme de rodillas. Acto seguido me extendió por el cuero cabelludo el aceite de ricino, con mucha parsimonia, recreándose en la humillación a que me estaba sometiendo. Luego, con una gamuza para limpiar zapatos, me abrillantó el cráneo mientras silbaba una marcha militar. Finalmente me llevó a los lavabos para que viese el resultado. No paraba de sobarme la cabeza y de sonreír con malicia. Aproveché que estábamos a solas para pedirle perdón por lo sucedido y explicarle que lo del plato había sido un accidente. Benítez disfrutó al verme tan sumiso y me contestó que la próxima vez me iba a pelar los…

Mi padre no llegó a terminar la frase; me consideraba muy niño para oír ciertas expresiones malsonantes. Noté que su rostro enrojecía; a punto había estado de meter la pata.




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